Perros.
Nunca he sido amiga de los animales,
hasta ahora.
No iban conmigo...
Pelos, lenguetazos, caricias...
No. No iba conmigo.
Mi relación con ellos era nula.
No me gustaban, excepto cuando iba borracha.
El estado de embriaguez me conectaba
de una forma extraña con el mundo perruno.
Esa conexión cuanto menos era curiosa,
y me intrigaba: Todo tiene su explicación.
No sabía cuál, pero lo pensaba.
Tengo que confesar que uno de mis grandes logros
en la vida, fue casi conseguir
ser la misma persona sobria que borracha,
una empresa difícil
en la que invertí muchos años de mi vida.
La conclusión de este gran lifemáster
fue descubrir que mi estado natural,
el que me acercaba a mi ser más profundo,
era el estado cuasiebrio, muy fácil de conseguir
pero muy difícil de mantener:
Agradable, simpática, ocurrente, divertida,
pesada, ridícula... ¿dónde estaba el metro?
No había.
Volvamos al perro. ¿Un perro conmigo? ¡Ni loca!
Demasiado trabajo el encargarme de mi misma
y de mi ombligo como para ocuparme de... ¿un perro?
Además, odiaba demasiado las mierdas caninas en las calles,
como para imaginarme llevando una bolsita recogiéndolas.
Pero un día, Mambo llegó a mi vida.
El perro tenía nueve meses y se llamaba Yacky.
Yo sabía que ese nombre no le pertenecía.
Emprendía conmigo un nuevo camino
y decidí llamarlo Mambo.
Desde el primer momento le gustó su nuevo nombre
y lo reconoció como suyo,
y yo me volví una recogecacas callejera.
Hoy, medioebria, puedo decir,
que Mambo ha hecho
que mi amor
hacia
los animales,
hacia los perros, sobre todo,
no tenga nada que ver con mi estado
alcohólico,
despejando esa gran incógnita
que me perseguía.
Su cariño y su compañía
hacen que deje de ser una cursilada,
para mi,
esto que cuento, y que suena a tópico;
y que por primera vez,
entienda perfectamente,
a las personas que dicen
que le gustan más los animales
que las personas,
porque a mi, ahora, me pasa lo mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario